De pordiosero en España a campeón mundial

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DEPORTES

 Sergio “Maravilla” Martínez, triple campeón mundial de boxeo peso medio, ha confesado que en 2002 se vio obligado a mendigar en una iglesia en Madrid, donde había recalado huyendo de la debacle de Argentina y el ‘corralito’ bancario. “Como fui (a España) indocumentado, estuve preso, pasé hambre y los domingos pedía comida en la puerta de una iglesia con los mendigos. Eso sí que fue duro, no fue bonito”, confió el martes en declaraciones a la televisión.

El púgil, de 37 años y una exitosa marca de 49 victorias -28 ko- en 53 combates profesionales, también recordó que en España trabajó dando clases particulares y en gimnasios, además de hacer de bailarín y portero en discotecas.

De su infancia pobre en los barrios Wilde y Claypole, del sur de Buenos Aires, recordó que en la mesa familiar “a veces faltó comida y mi primera cena fue a los 14 años”. A los 13 años dejó la escuela para trabajar, de jornalero, en lo que surgiera. Con la crisis de Argentina en 2002, se marchó a España junto a su novia y, rememoró, apenas “1800 dólares (1360 euros) en el bolsillo”. Pero tras las penurias empezó a entrenar con gente del boxeo en Guadalajara y fue fichado por Pablo Salvador.

Martínez celebra ahora que gracias a la exitosa carrera en el cuadrilátero “mi vida es haberle comprado una casa a mi vieja y a mis hermanos por todo lo que ellos hicieron por mí, ellos son mis verdaderos campeonatos mundiales”.

De sus victorias dijo que el festejo “es un momento y es bueno para divertirse un rato”, pero confesó que “después de las peleas, lloro, en mi habitación, en la ducha. Lloro por 40 minutos como desahogo. Después como algo dulce, miro una película y me duermo hecho un ovillo”.

“Maravilla” aguarda a su enfrentamiento en septiembre por la corona mundial del peso medio, con el mexicano Julio César Chávez Jr., por la corona versión WBC. Mientras tanto se envalentó desafiando a Manny Pacquiao -“lo peleo donde quiera y seguro que lo mando a la cuarta fila”- y a Floyd Mayweather. (Fuente: Juan Ignacio Irigaray, El Mundo)