VIOLENCIA
Las cifras oficiales de asesinatos ocurridos entre la media noche del 31 de diciembre y el amanecer del día 1 de enero, aunque marcan una ligera mejoría -11 menos en relación a la misma fecha de 2013- no dan pie al optimismo: 24 personas murieron asesinadas, 17 de ellas por arma de fuego, según la información ofrecida este jueves 2 de enero por el Instituto Nacional de Ciencias Forenses, Inacif.
La frialdad de las estadísticas no eclipsa el horror, ni el nivel de inseguridad ciudadana. Durante al año anterior, 6.072 personas murieron violentamente, un promedio de 16 asesinatos diarios. Esto coloca a Guatemala, por detrás de Honduras y El Salvador, como uno de los países más violentos del mundo, de acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas (ONU). El organismo mundial señala tres causas para esta situación: “el aumento del narcotráfico, la presencia de los carteles mexicanos en connivencia con sus aliados locales y la extrema debilidad de las instituciones estatales”.
No se puede ignorar el elevado número de armas de fuego en poder de particulares, consecuencia de las guerras de guerrillas que se vivieron en Centroamérica en la década de los años 80 del siglo pasado. Ni siquiera hay una estimación fiable: mientras fuentes de armerías legalizadas elevan la cifra hasta 2 millones, la Dirección General de Control de Armas y Municiones (Digecam, dependencia militar en proceso a pasar al Ministerio de Gobernación) lo reduce a unas 750.000.
A esto hay que sumar los crímenes de las pandillas juveniles o “maras” (de marabunta, hormigas del Amazonas que atacan en enjambre) cuyos líderes ordenan, con la misma naturalidad con que un niño pide un caramelo, la eliminación física de quienes no aceptan sus chantajes o, en el caso de las mujeres, no acceden a sus peticiones sexuales. El poder de estas pandillas llega a tal extremo que sus acciones son dirigidas, muchas veces, por sus jefes encarcelados desde los calabozos.