AMOR

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Por: Julio Rodríguez  (periodistacristiano@gmail.com)

  La niña Tila y don Arnulfo nunca se casaron religiosamente, pero se amaron hasta que la muerte de una sirvió de excusa para que el otro asistiera puntual a la cita que, quizá, volvería a unirles en otro mundo. Ese que nadie que esté vivo conoce, pero que suelen decir que “allá en el cielo están juntitos”.

  Su casa, una sencilla estructura que constaba de cuatro paredes y un “terreno para construir” que les “dio el ingeniero Duarte (el presidente Napoleón Duarte 1984-1989)” como solían decir los dos ancianos, albergó y vio crecer a hijos, nietos y bisnietos que compartieron el pan, el vestido y el amor. Este último siempre alcanzaba para todos.

  La niña Tila hacía el amor todos los días y los días de fiesta esa práctica se multiplicaba, porque lo extendía al pasaje de la colonia donde vivía.

  A diario en la comida que preparaba, sus tiempos de consejo o que decir de sus largas oraciones por toda su familia o amigos; sin faltar sus rezos con tamales y café, donde quien se dormía se ganaba sus pellizcos por irrespetar ese sagrado momento.

  En las fiestas hogareñas, aunque quizá a nadie fuera de la familia le interesara quien cumplía años, ella ordenaba con autoridad “anda a darle a la niña Julita” y si alguien refutaba la orden por considerar a la tal vecina como “regañona”, la mamá Tila, profetizaba “primero no lo regalas vos y segundo algún día alguien te va a dar algo cuando necesites”. Y entonces el mandadero obedecía fielmente.

  En cambio, don Arnulfo, tenía el ceño fruncido, manos callosas, ojos inquisidores, una voz de general, pero una bellísima sonrisa que acariciaba, un abrazo que brindaba seguridad y una firme palabra en la que no había doblez. Su amor había que entenderlo cuando se sentaba tomarse su café y sentirse útil de trabajar junto a su “vieja” porque había pan y techo para los suyos.

  Cuantos hogares salvadoreños no necesitan una fecha para amar, ni un anuncio que los mueva a dar algo. Con la pandemia, en miles de familias el encierro liberó el amor que tenían años de no expresarse con la convivencia y la cooperación para enfrentar el estresante día a día que supone los quehaceres de una casa.

  Lamentablemente, también hubo quienes descubrieron que no era amor el círculo del “golpe-perdón-caricia-golpe” y tuvieron que encontrarlo en la separación y el “no más”, porque el amor a uno o una misma siempre será la base de todo. Pues no se puede dar lo que no se tiene.

  Hace unos días un muy querido amigo y teólogo, Nery Figueroa, explicaba a la luz de la Palabra que, a pesar de que la “gente, el gobierno, las empresas o los países regalen comida; haya quienes oren en lenguas angelicales: otros puedan revelar los secretos de Dios o que hasta muevan montañas por la fe, nada de eso sirve si no lo respalda el amor al prójimo y, al contrario, son oscuros intereses perdónales, políticos o electorales los que están detrás”.

  Es posible vivir un concepto más práctico y menos comercial del amor. Jesús nos enseña justamente “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”. Es decir, hacer algo por otro sin egoísmos, sin esperar nada a cambio, creyendo, sin ser grosero, con paciencia, sin envidia, sin enojo, ni recordando lo malo, en fin, si detrás de lo que se haga por otro privan estas actitudes es el amor mismo que lo ha movido. Es decir, Dios, porque Dios es amor.

  Recuerdo que don Arnulfo fumó mucho tiempo, aún con grandes crisis de garganta por una gripe siempre se echaba un cigarro, parecía que no había nada que pudiera hacer que dejara el vicio, pero un día la niña Tila dijo “deja de fumar viejo o te vas lejos a hacerlo, sino me voy a morir”.

  Nunca más volvió a hacerlo, amaba tanto a la niña Tila que moriría si ella le faltara. Pasaron muchos años juntos después que dejó el cigarrillo. A ambos les vencieron los achaques del tiempo, con el amor de los dos, el tiempo no pudo.