Por: Ana Mercedes Miranda Morán
Para muchos es una leyenda, un mito que viene desde nuestros antepasados indígenas. La bella Sihuehuet que recibió un castigo de los dioses por haber traicionado a su esposo, y abandonar a su hijito de cortos 9 años, el Cipitío.
Fue condenada a vagar, especialmente por quebradas, y aparentar seguir siendo linda, para atraer a los incautos que vagan de noche, que parrandean. Lo malo es que, cuando ya la tienen a tiro, se convierte en una horrible mujer que los araña, “los juega” y los deja acalenturados y dundos.
Es la Siguanaba. Esto provoca sonrisas escépticas en los incrédulos. Sin embargo, conozco de primera mano a personas serias, con su cabeza muy sana, y excelentes trabajadores, que afirman haber tenido encuentros con la Siguanaba.
Uno de ellos, un señor ya entrado en años, morador de las afueras de San Martín, la ciudad a cuyas orillas se pasa por la carretera Panamericana, me relató lo siguiente: “En una madrugada muy oscura me levanté porque debía viajar para realizar una diligencia en un pueblo de San Miguel.
Todo estaba muy quieto, por lo que escuché perfectamente unos ruidos que provenían del lugar en el que estaba el poyetón de la cocina de leña. Era una bulla diferente a la que hacen los gatos, se oía como si alguien buscara algo. Lo raro es que yo no soy miedoso; pero, de repente, sentí una corriente helada que viajó desde la cabeza hasta la espalda.
Rápidamente encendí mi puro, le di tres jalones, tomé mi corvo con la mano derecha, pegué un mordisco al cabo, agarré una lámpara de pilas con la otra mano y, al presentir algo del otro mundo, descolgué de un clavo del corredor la cuerda bendita de San Francisco que desde hacía un tiempo había obtenido en la parroquia, la que me coloqué alrededor del cuello.
Así “armado” me fui a la hornilla, y cuando ya estaba cerquita, oí una tremenda carcajada que me erizó todo el cuerpo; le di otros jalones al puro y topé. Aquello ya daba una especie de gruñidos. En eso dirigí la luz, y la vi, era horrible, con el pelo greñudo, y con sus manos secas y uñudas con las que intentaba arañarme la cara.
Entonces, me descolgué la cuerda de San Francisco, y con ella empecé a darle tremendos riendazos. Los alaridos que dio fueron cosa digna de ser escuchada. Pero cuando le grité ‘¡Comadre María Patas de Gallina!’, entonces salió hecha una bala, y la perdí de vista. Ya no fui a hacer el mandado. Mi esposa, al sentir el zafarrancho, se levantó y me encontró acalenturado, enfermo.
La aullazón de perros era inaguantable. Pues así fue mi encuentro con la Siguanaba. Muchos no creen que existe, pero yo me enfrenté a ella y le di carrera”. Este relato me lo hizo un señor, como repito, sano, lúcido de su mente, por lo que digo: “No hay que creer ni dejar de creer”.