ALGO MÁS QUE PALABRAS
Por: Víctor Corcoba Herrero/ Escritor(corcoba@telefonica.net)
Cada día son más las personas que no tienen compasión de nadie, que viven para sí y por sí. Quizás por ello, el Papa Francisco, en su mensaje para la Cuaresma 2016, nos haya instado a los creyentes a despertar en la conciencia: “muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina” (ibíd., 15). En el pobre, en efecto, la carne de Cristo “se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros lo reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado” (ibíd.). Ciertamente, deberíamos tener clemencia hasta de nuestras propias habitaciones interiores, máxime cuando hacemos bien poco para contribuir a la fraternización del mundo. No podemos hermanarnos desde nuestro pasotismo, desde nuestro dejar hacer y nosotros no hacer nada, pues todos tenemos la oportunidad de construir otro planeta más equitativo.
Al respecto, reflexiónese como ejercicio a la consideración de su espíritu lector, estos datos que nos hablan de almas: “la riqueza de sesenta y dos personas es similar a la de tres mil ochocientos millones de individuos”. Además, aunque hayamos celebrado recientemente el cincuenta aniversario de la adopción de los Pactos Internacionales de Derechos Humanos, la riqueza de los más pobres del mundo disminuye cada día más. Cuando parece que lo sabemos todo, aún no hemos sabido, querido o podido, redistribuir e injertar trabajo decente y productivo para todos, para que se pueda promover la autorrealización humana, y no la autosuficiencia como algunos predican como borregos.
A veces pienso que somos una generación que vive en las buenas intenciones, en los buenos propósitos, pero no pasa a la acción jamás. Se queda en las buenas intenciones, mientras egoístamente construye su específico espacio, como si fuese algo normal, levantando muros, sembrando dolor, muerte, sobre todo lo demás. Apenas tenemos clemencia por nadie. Ahí están los campamentos de refugiados saharauis en Tinduf; los más antiguos del mundo, sin piedad alguna. Resulta muy doloroso ver familias separadas durante tantos años; y, lo que es peor, sin hacer nada por mejorar el bochornoso contexto. Confiemos en que la Cumbre Mundial Humanitaria, a celebrar en Estambul en mayo, active la movilización solidaria en su sentido más profundo, pues la armonía no puede separarse de los deberes de justicia, de las obligaciones que la propia paz injerta y reconcilia. Por desgracia, olvidamos que ser ciudadano significa ser colaboradores los unos de los otros.
En efecto, cuando se rompe la armonía, se produce una metamorfosis: el ciudadano que deberíamos proteger y amar se convierte en el adversario a excluir. ¡Cuánta violencia se genera en ese momento, cuántos innecesarios conflictos, cuántas contiendas inútiles han jalonado nuestra historia! Basta ver el sufrimiento de tantos ciudadanos. Deberíamos mirarles a los ojos. No se trata de algo coyuntural, sino que es verdad: en cada agresión y en cada ofensiva hacemos renacer a Caín. ¡Todos nosotros! Y también hoy prolongamos esta historia de pugnas entre ciudadanos, también hoy levantamos la mano contra quien es nuestro compañero de camino; pues, al fin, somos caminantes todos.
Y como transeúntes de un mundo que precisa, por un lado mansedumbre y clemencia; por otro, rigor y justicia; hemos de pensar que no existe verdadero progreso mientras nos alejemos, en lugar de trabajar unidos por el bien colectivo. Por consiguiente, suscribo las palabras de Kyung-wha Kang, Coordinadora Adjunta de Asistencia de Emergencia, ante el Consejo de Seguridad de la ONU el pasado quince de enero, de que “la comida, el agua y las medicinas no son fichas de cambio ni favores que las partes en conflicto puedan otorgar o negar a voluntad; son satisfactores básicos de los que depende la supervivencia y el derecho a la vida”.
La compasión, saludable a toda vida, ya que antepone siempre las necesidades de los pobres a las nuestras, y, en consecuencia, precursora de la ecuanimidad, cuando menos debe hacernos recapacitar. Quien camina por la vida sin tener lástima y sin compartir, aparte de que jamás estará bien consigo mismo, difícilmente se va a acercar a nadie para ofrecer ayuda concreta. Son nuestras relaciones, nuestros actos, los que pueden salvarnos de esta inhumanidad.