Vivir en Washington D.C.: “Me dijeron que era demasiado argentino, que me vuelva”

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Daniel, al poco tiempo de su llegada. En la estación de subte Ópera, Madrid, 1976.

  Llegó a Barcelona el día de su cumpleaños, el 18 de octubre de 1976. Con 23 años, había soñado con viajar alguna vez y conocer los paisajes contemplados a través de las postales, pero nunca imaginó pisar tierra extranjera en aquellas condiciones. Daniel Manzoni jamás hubiera elegido vivir en otro lugar del mundo que no fuera Argentina.

  Consigo llevaba tan solo una pequeña valija y botines de fútbol nuevos, hechos en suelo austral. “No puede ingresar el calzado”, le dijo un señor mayor en la aduana en tono autoritario, explicándole razones que ni comprendió. Daniel quiso llorar, tanta pobreza y no poder conservar su único tesoro. “Voy a jugar al fútbol, si triunfo me acordaré de usted y lo compensaré”, se aventuró. El hombre se conmovió ante sus palabras y lo dejó entrar con sus Adidas “Made in Argentina”.

  La bella España amaneció gris ante la mirada dolida de Daniel. Las esquinas pintorescas y los barrios emblemáticos se encontraban cubiertos por un manto pesado que oprimía su alma, tiñendo aquellos días de una incertidumbre arrolladora que le impedía distinguir colores ni ver la luz al final del túnel.

  ¿Qué había pasado con su vida?, se cuestionaba entre lamentos y argumentos vagos. Forzado a abandonar una tierra que amaba con cada fibra de su ser, el sentido le había soltado la mano y se reconoció perdido.

UN DESTINO INESPERADO

  Todo comenzó en Mar del Plata, la fatídica madrugada del 10 de junio de 1976, en un intento de secuestro que pudo evadir, y la consecuente tortura de sus padres. “Tenés que salir del país”, le rogaron sus progenitores apenas unas horas después, palabras que se hicieron eco en sus amigos, dejándole entrever que allí, en su suelo argentino, no quedaba aire ni entorno seguro para él.

Izquierda, a Daniel le tocó lavar cacerolas en la fiesta de Año Nuevo en la disco Cerebro, donde trabajaba. Derecha, en su primer trabajo en el bar irlandés Kirura, en Moncloa.

  Los días posteriores lo encontraron en una Buenos Aires frenética, signada por trámites, miedo y preocupación. Luego de evaluar sin demasiado margen la información disponible, decidió partir a España, llevando consigo a su patria en el corazón como compañera incondicional para combatir su doliente soledad.

  El que huye, tropieza, pero Daniel no estaba dispuesto a caer. Pasados los primeros días grises en la península ibérica, el joven decidió levantar cabeza, no sin dificultad: “Tenía poco claro qué iba a hacer en ese país, lo único que sabía es que debía trabajar. Por fortuna, enseguida surgió la posibilidad de viajar a Andorra y a Valencia, donde me hice de algún dinero recogiendo uvas y naranjas”, revela pensativo.

  Luego llegó Madrid, en donde le robaron su pasaporte y su agenda con sus contactos de la vida, otra lanza al corazón. Allí develó esa enorme burocracia que distingue a numerosas ciudades, pero logró tramitar en tres meses un permiso de trabajo. Mientras tanto, entre empleos y un esfuerzo por adaptarse, se acercó a una de sus grandes pasiones argentinas: el fútbol, un deporte para el cual había demostrado poseer condiciones. “Lo practiqué en el Club Castilla, filial del Real Madrid” , rememora con una sonrisa. “Haber estado conectado con lo que me entusiasma e inspira me ayudó a mantener el espíritu en alto y acomodarme. Un tiempo después, tuve la fortuna de jugar a puertas cerradas, con mi amado calzado, contra el Valencia en el estadio del Real Madrid”.

  1978 lo encontró un tanto más amigado con su hábitat y su nuevo empleo en una discoteca de moda, donde se desempeñó como bartender y le sirvió copas a Alain Delon, Monzón y Libertad Leblanc. Instalado en Cruz 33, Puerta del Sol, por aquellos días también llegó el amor a su vida de manera inesperada. Se trataba de una chica estadounidense, que, sin buscarlo, comenzó a delinear otros horizontes posibles. “Fue entonces que clientes asiduos con contactos me comentaron que podía estudiar y recibir una beca de fútbol en Washington D.C.”, cuenta el argentino. “Sin pensarlo demasiado, y considerando mi relación amorosa, decidí emigrar otra vez”.

  Daniel partió un 24 de agosto rumbo a Estados Unidos. A pesar de no contar con el idioma, en esta ocasión sintió que en su camino era capaz de distinguir un poco más de claridad.

NUEVO HOGAR, NUEVAS COSTUMBRES

  Tal como había acontecido un par de años atrás, no arribó solo a su nuevo destino. La patria, tatuada en su interior, seguía acompañándolo como fiel compañera. Pero ahora era diferente, a Washington también había llegado junto a su novia; el significativo hecho de contar con un afecto desde el comienzo, lo ayudó a alejarse de los grises y le permitió encender los sentidos, dejando entrar la luz para distinguir los colores.

Daniel, dentro del predio del Festival Argentino

  De inmediato, la familia de su novia le consiguió un espacio para estudiar inglés básico en la American University. Fue así que, por aquellos días, comenzó a absorber las primeras impresiones de un suelo con el que jamás había soñado y que, ante todo, lo sorprendió por la amabilidad extrema de su gente; por empezar, la de los padres de su pareja.

  “Los impactos iniciales fueron intensos. Washington D.C. es un distrito federal, es la capital de los Estados Unidos y una ciudad de grandes monumentos y edificios, un combo que asombra, inevitablemente. Hasta hoy, la percibo como la Roma de la actualidad”, asegura Daniel. “Tengo mi llegada grabada en mi memoria. Arribé a Crystal City, en Arlington, Virginia, que queda a cinco minutos del centro de D. C. y quedé maravillado por el subte, de una arquitectura innovadora, y que estaba hecho a nuevo por la empresa italiana, Ferroviere, junto al Washington Metropolitan Area Transit Authority. Pero más impactado quedé al comprobar que el centro comercial se ubicaba bajo tierra: allí estaban los cines, las discotecas y los locales comerciales.

COMPRENDÍ QUE ESTABA ANTE ALGO ÚNICO”.

  Durante los primeros meses, aún sin dominio del idioma, los hábitos y las costumbres de su nuevo hogar se presentaron agradables. Daniel se paseó por las calles pulcras de la vasta capital envuelto en una sensación de enorme placer. El amplio National Mall surgió magnífico ante sus ojos curiosos, luciéndose con sus impactantes museos smithsonianos, monumentos, paseos de árboles de cerezo y memoriales.

  “Acá la limpieza en los lugares públicos y el trato de la gente es admirable. Con el tiempo, me acostumbré al silencio en los transportes, a los códigos de respecto en las calles, a las actividades y horarios rutinarios de la gente y su dificultad de salir de las convencionalidades, y a una cortesía que podría considerarse fría, pero acorde”, observa el argentino. “Considero que lo negativo de un lugar lleva años en procesarse con algo de acierto, dado que solo se puede distinguir mejor cuando uno entiende el idioma en profundidad.

  En ese sentido, hoy podría decir que sí hay, por ejemplo, un racismo sutil, extraño en una capital que es completamente urbana y cosmopolita. Pero tampoco se puede generalizar, estamos ante un país muy grande, que se caracteriza por su diversidad cultural, y diferencias en los tratos y costumbres. Cuando llegan visitantes de los estados sureños a Washington D. C. se notan las diferencias, y las sutilezas a veces se desvanecen; les sale el John Wayne de adentro”, ríe.

CONSTRUIR CALIDAD DE VIDA

  Luego de aprender inglés por nueve meses y trabajar de aquello que surgiera, finalmente le otorgaron la ansiada beca para la Universidad del Distrito de Columbia (UDC), en donde Daniel cursó Licenciatura en Artes Liberales y Humanidades, con una especialización en Ciencias Sociales. Corría el año 1979 y fue la primera beca a un jugador de fútbol argentino amateur que facilitaba la universidad. Dedicado y decidido como nunca, cambió su pasado de estudiante regular a uno con excelentes calificaciones.

  La vida, los amores y los años transcurrieron complejos, colmados de vicisitudes, pero fructíferos a pesar de los altibajos. “Noté de inmediato que mi calidad de vida comenzó a mejorar notoriamente una vez que conseguí la residencia, en épocas de estudiante, con mucho sacrificio ya que, entre otras cosas, no estaba más de novio”, asegura.

  “Pude alquilar un departamento con un compañero de piso, compré un coche y tenía vida social los fines de semana, algo que me permitió conocer más gente en el área metropolitana de Washington. Por aquellos años encontré una muy buena calidad humana. Dentro de esa juventud adulta, la mayoría había llegado de diversos rincones del país y del mundo para realizar estudios, trabajar, y volver a sus lugares de origen o echar raíces por acá. Muy de a poco, comencé a intercambiar lazos afectivos con los latinoamericanos, y otros de índole más laboral con los estadounidenses. Las amistades se construyeron lentamente. Lo cierto es que acá, en D.C., mucha población está de paso, ya sea por estudio o por trabajo”.

LA PATRIA EN EL CORAZÓN

  Desde sus años universitarios cada movimiento implicó un esfuerzo extra. Solo, dependiendo únicamente de él, Daniel escuchó a sus consejeros con especial atención a fin de mejorar su desempeño en la capital del gran país del norte: “Desde el comienzo me marcaron que tenía un acento muy argentino al hablar y me aconsejaron que tratara de leer y escribir bien el inglés, cosa que me tomé con seriedad. Asimismo, más adelante me dijeron que era `demasiado argentino´, que mejor me vuelva porque no lo iba a lograr. La verdad es que, en algunos círculos, me discriminaban por mi acento y varios amigos locales no lo creían. Hoy, en charlas, se dan cuenta de que el racismo tiene muchas aristas”.

  A la par de la mejora lingüística, el progreso de Daniel fue digno de admirar. Pero a medida que la cultura urbana y competitiva de la ciudad se transformaba en su realidad habitual, el argentino descubrió hasta qué punto extrañaba sus tradiciones, su propia cultura, su patria lejana. Fue así que, por el año 1987, acompañado de su pasión por la literatura, comenzó a trabajar como voluntario en la biblioteca de Arlington, con la idea de convertirse en bibliotecario bilingüe y unir las dos culturas.

  “Comencé a investigar la comunidad del área de D.C. y comprendí que muchos hispanos llegan con un sentimiento de desarraigo intenso; desean continuar y ser partícipes activos de sus tradiciones cívicas y culturales”, asegura. “Por ello, creé un comité argentino y a empecé planificar un festival”.

  Aquel sueño de Daniel no solo tomó forma un 25 de mayo de 1988, sino que se transformó en un hito de más tres décadas, que tiene entre sus metas mostrar a la Argentina al mundo en todos sus rubros y cualidades, y en donde participaron reconocidas figuras como Teresa Parodi y Ramona Galarza.

  Entretanto, ingresó a trabajar para el gobierno federal en el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, puesto del que – luego de 25 años de carrera exitosa – se jubiló recientemente: “Salir de la Argentina fue un impacto muy grande que aún me cuesta resolver, pero en mi vida decidí poner todo de mí allí donde esté. Lograr jubilarme en Estados Unidos supuso un camino largo del que estoy orgulloso”.

REGRESOS Y APRENDIZAJES

En la entrega del premio de oro como voluntario del presidente

  Al cerrar los ojos, las imágenes aceleradas de un 1976 imborrable resurgen en la memoria de Daniel, desordenadas pero intensas. Aún se recuerda paralizado por el miedo, ahogado por la incertidumbre, pero dispuesto a darle pelea a sus peores pesadillas.

  1987 lo vio volver. Un diciembre indescriptible para un joven adulto que había renacido en otra versión de su ser, pero que jamás había olvidado sus raíces: “Desde entonces, regreso todos los diciembres. Cada vuelta es un shock, pero pasado unos días me acostumbro. De la familia quedan los primos y es muy lindo pasar con ellos Navidad y Año Nuevo. De los viejos amigos quedan pocos y uno trata de evocar el pasado con esa nostalgia que nos caracteriza. No hay nada como compartir con aquellos amigos que lo conocen a uno en toda su esencia….”

  Hoy, en este 2020 surrealista, se cumplieron 44 años desde que Daniel emprendió su camino hacia una vida inesperada. En su travesía, tan impregnada de nostalgia como de bellos presentes, existió un sentimiento inseparable que supo animarlo y acompañarlo en los días solitarios y grises de su pasar como exiliado: el inmutable amor por su patria.

  A través de su experiencia el argentino comprendió que, sin importar las razones y las distancias, se puede honrar y servir a la propia nación de múltiples formas, a fin de ayudarla a mejorar y florecer: en el año 2012, Daniel fue reconocido con el premio de oro al voluntario presidencial de los Estados Unidos, por haber dedicado una gran parte de su vida a hacer conocer a su amado país en tierra extranjera.

  “Fueron tantas las veces en los que mis padres desconfiaron de un futuro posible en esta capital – por momentos hostil aunque maravillosa – y querían que regresara. Pero acá estoy, sobreviví e hice una carrera de 42 años por estas tierras, sin embargo, nunca dejó de ser un impacto cultural para mí”, reflexiona el hombre de 66 años, casado con Carmen, y confinado hace tres meses en su hogar en tiempos de pandemia, desde donde continúa aprendiendo a través de sus libros, mientras espera el regreso a la “nueva normalidad” ansiada y a sus planes postergados.

  “Cumplí mis 35 años de voluntario haciendo el Festival Argentino, que tuvimos que posponer para el 15 de mayo próximo. Un encuentro con la patria que nunca me dejó; un sueño cumplido de la unión de las culturas, hoy afectadas por otro tipo de destino inesperado. ¡Ojalá nos veamos en el 2021!”, concluye emocionado. (Tomado de Lanacion.com.ar Por: Carina Durn)