“Hola, me llamo Edith Castro. Emigré a Dallas, en junio de 1995. Yo era una jovencita de 19 años, recién casada. A finales de los años 80, la guerra en mi país natal, El Salvador, había hecho que mi familia se movilizara internamente, primero de nuestro pequeño pueblo a otro un poco más grande y, luego, a otro un poco más grande.
Éramos 10 hermanos en total. Tenía 5 hermanos adolescentes que corrían el peligro de ser reclutados para ser combatientes. Teníamos mucho miedo. En ese ir y venir, buscando un poco de seguridad, yo perdí dos años de estudio y no había podido terminar mi bachillerato. Como les digo, me casé muy joven.
Mi esposo era universitario y, por una situación que se dio en su familia, su hermano mayor que ya vivía en Dallas, le sugirió que su mejor opción era emigrar. Y tenía que hacerlo por tierra. Pensamos que era lo mejor y, con todo el riesgo que implicaba, lo hizo. Mi familia siempre ha sido muy insistente en la importancia de estudiar, de formarse.
A pesar de las dificultades, yo era una alumna sobresaliente y me gustaba jugaba basketball… como era tan joven aún, me dijeron que me quedara en El Salvador, para seguir estudiando, y que más adelante me reuniera con mi esposo.
Cuando me matricularon en el instituto para terminar mi bachillerato, como el director se dio cuenta que ya estaba casada, me mandó a una clínica a hacerme unas pruebas. Ahí me di cuenta de que estaba embarazada. Entonces, entendí por qué algunas muchachas del colegio iban sin calcetines, por mandato del mismo colegio.
Era la manera de simbolizar físicamente su embarazo. Cuando mi mamá se dio cuenta me dijo, bueno, pues así se han dado las cosas, ahora tienes que irte con tu esposo sí o sí, estar con él… y hacer ese viaje por tierra, antes de que se note el embarazo y corras más riesgos.
Hablé con mi esposo y le conté todo. Él también estaba de acuerdo con que yo viajara, para estar juntos. Yo tenía mucho miedo, lloraba mucho, vomitaba todo el tiempo… tenía pánico de que me pasara algo en ese viaje.
Antes, no se tenía toda la información que se tiene ahora, pero sí se sabían historias de personas que se habían perdido en el camino, de muchachas que habían sido abusadas… muchas cosas feas que pasaban. Y yo decía, Dios mío, cómo voy a irme así yo sola. Pero, me armé de valor y lo hice.
Fue una travesía de un poco más de un mes. Viajamos en distintos camiones, por tramos. Como la persona encargada de hacer el viaje era un conocido de mi esposo, me dejó irme en la cabina, no en la parte de atrás donde iban muchísimas personas, en un contenedor enorme, gente de todas las edades, hacinados, con dificultades para moverse y para respirar bien.
Me acuerdo que, cada vez que el conductor hacía el cambio de velocidades, me pasaba rozando la pierna y a mí me daba pánico que tuviese malas intenciones y eso pasara a más… fui con esa tensión en todo el camino. Después de más de un mes de viaje, por fin, llegamos a Dallas.
Recuerdo que llegamos de noche, y a mí me sorprendieron las luces con censores que hay en todas las autopistas… esas que se encienden cuando uno pasa, todo aquello me pareció tan grande, ¡tan luminoso!
Por fin estaba con mi esposo. Tenía, de verdad, la expectativa de que empezaría una nueva y mejor vida para nosotros, para nuestro bebé. Al principio, vivíamos con mi cuñado, su esposa y el hijo pequeño que ellos tenían. Pronto me di cuenta de que, en Estados Unidos, la prioridad es el trabajo.
En esa época, además, había más discriminación hacia la comunidad hispana y no era tan fácil conseguir empleo, así que la gente lo cuidaba muchísimo cuando lo tenía. Como tenía pocos meses de embarazo, recuerdo que, cuando me programaron mi primera cita médica de control prenatal, nadie me podía acompañar, porque todos se tenían que ir a trabajar, mi esposo no podía darse el lujo de faltar.
La esposa de mi cuñado me dijo que me iba a dejar su carro ese día, para que fuera al médico, que la fuera a dejar primero a su trabajo, tempranito, y luego me fuese yo sola. ¡Pero yo no sabía conducir! Y ahí empezó mi primer gran reto…”.
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