La oración, nuestro lazo de unión con Cristo

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EL EVANGELIO EN MARCHA

La oración, nuestro lazo de unión con Cristo

Por: John Piper

 

Perseverad en oración (Colosenses 4:2) Es interesante observar cuántos pasajes en las Escrituras se ocupan de la oración, dando ejemplos, inculcando preceptos y haciendo promesas. Apenas abrimos la Biblia leemos: «Entonces los hombres empezaron a invocar el nombre del Señor» (Gn. 4:26, versión inglesa). Y poco antes de acabar el Libro, hallamos el amén de una ardiente súplica. Hay innumerables ejemplos: Aquí hallamos a Jacob que lucha, allá a Daniel que ora tres veces por día, y más allá a David que clama a Dios con todo su corazón. En el monte vemos a Elías, en el calabozo, a Pablo y Silas.

Tenemos multitudes de mandamientos y miríadas  de  promesas.  ¿Qué  otra  cosa  nos  enseña  esto,  sino  la  sagrada importancia y la necesidad de la oración? Estemos seguros de que cualquier cosa que Dios ha destacado en su Palabra, desea que ocupe un lugar importante en nuestras vidas.

Si ha hablado mucho de la oración, es porque sabe que tenemos necesidad de ella. Tan grandes son nuestras necesidades que hasta llegar al cielo no debemos cesar de orar. ¿No necesitas nada? Temo que no conoces tu pobreza. ¿No tienes merced que pedir a Dios? Entonces que la misericordia de Dios te muestre tu miseria. Un alma sin oración es un alma sin Cristo. La oración es el balbuceo del niño en la fe, el clamor del creyente que lucha y la música del santo que agoniza y duerme en Jesús.

La oración es la respiración, la consigna, el consuelo, la fortaleza y el honor del cristiano. Si eres hijo de Dios, buscarás el rostro de tu Padre y vivirás en su amor. Pide a Dios te conceda este año ser santo, humilde, celoso y paciente. Ten una comunión más íntima con Cristo y entra más frecuentemente en el banquete de su amor. Pídele que te haga un ejemplo y una bendición a otros, y que te ayude a vivir  más para la gloria del  Maestro. La divisa de este año debe ser:

 

Lo que Jesús hizo a la muerte

Y así como está decretado que los hombres mueran una sola vez, y después de esto, el juicio, así también Cristo, habiendo sido ofrecido una vez para llevar los pecados de muchos, aparecerá por segunda vez, sin relación con el pecado, para salvación de los que ansiosamente le esperan. (Hebreos 9:27-28)

 

La muerte de Jesús carga con pecados. Es el verdadero corazón del cristianismo y el corazón del evangelio y el corazón de la gran obra de redención de Dios en el mundo. Cuando Cristo murió, llevó consigo el pecado. Tomó pecados que no eran suyos. Sufrió por los pecados que otras personas habían cometido, para que ellos pudieran ser libres del pecado.

Esa es la solución para el mayor problema de nuestra vida, ya sea que lo sintamos o no como el problema principal. Hay una forma de ponernos a cuentas con Dios, a pesar de que somos pecadores: la muerte de Jesús es «una ofrenda para cargar los pecados de muchos». Él quitó nuestros pecados, los llevó a la cruz y allí murió la muerte que nosotros merecíamos morir.

Ahora bien, ¿cuál es la implicación respecto de mi muerte? «Está decretado que [yo muera] una sola vez.» Mi muerte ya no es punitiva; ya no es más un castigo por el pecado. Mi pecado ha sido borrado; ha sido «quitado» por la muerte de Cristo. Cristo tomó mi castigo.

Entonces, ¿por qué morimos? Porque la voluntad de Dios es que la muerte permanezca en el mundo, aun entre sus propios hijos, para dar testimonio de los terribles horrores del pecado. En nuestra muerte, aún se ven los efectos externos del pecado en el mundo.

Sin embargo, para los hijos de Dios, la muerte ya no es la manifestación de su ira contra ellos. Para nosotros, la muerte se ha convertido en la puerta de entrada a la salvación, no a la condenación.