EL EVANGELIO EN MARCHA
Para muchos santos, la vejez es la época más preciosa
Por: John Piper
Al caer la tarde habrá luz (Zacarías 14:7). Solemos mirar adelante presintiendo el tiempo de la vejez, olvidando que a la tarde habrá luz. Para muchos santos, la vejez es la época más preciosa de sus vidas. Un aire más balsámico acaricia la mejilla del marinero, mientras se acerca a las playas de la inmortalidad; menos olas agitan su mar; la quietud reina profunda, suave y solemne. Las llamaradas del fuego de la juventud desaparecen del altar de la vejez, pero queda la llama más real del sentimiento fervoroso.
Los peregrinos han llegado a Beulah, ese feliz país, cuyos días son como los días del cielo sobre la tierra. Los ángeles la visitan, brisas celestiales pasan por ella, allí crecen las flores del paraíso y el aire está impregnado de música seráfica. Algunos quedan aquí por muchos años, otros quedan solo horas, pero éste es un Edén terrenal. Podemos ansiar el tiempo de descansar en sus umbrosas arboledas y nos satisfaremos con esperanza, hasta que venga el tiempo del refrigerio.
El sol parece mayor cuando se pone que cuando está en el cenit, y un esplendor de gloria tiñe las nubes que circundan al sol en su ocaso. El dolor no rompe la calma del suave crepúsculo de la vejez, pues la potencia, que se ha hecho perfecta en la flaqueza, soporta el dolor paciente. Los frutos maduros de escogida experiencia se cosechan en la tarde de la vida como preciosa comida, y el alma se prepara para el descanso. El pueblo del Señor gozará de luz también en la hora «de la muerte». La incredulidad llora: Las sombras caen, la noche viene, la existencia termina.
¡Ah, no!, grita la fe: La noche ha pasado y ha llegado el día. La luz viene, la luz de la inmortalidad, la luz del rostro del Padre. ¡Adiós!, amado; te vas; haces señas con tu mano. ¡Ah! Ahora estás en la luz. Las puertas de perla se han abierto, brillan las calles de oro. ¡Adiós!, hermano, tú tienes luz en la tarde que nosotros aún no tenemos.
Fortaleciéndonos con el pan celestial
Se levantó, y comió y bebió; y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches (1 Reyes 19:8). Toda la fortaleza que nos da el bondadoso Dios, nos la da para servir, no para el libertinaje o para la jactancia. Cuando el profeta Elías, estando debajo del enebro, halló una torta cocida sobre las ascuas y vio, a su cabecera, un vaso de agua, no debía, como hacen algunos, satisfacerse con delicadas comidas, para, después, desperezarse relajadamente.
Todo lo contrario, se le ordenó caminar, con la fortaleza de esa comida, cuarenta días y cuarenta noches, dirigiéndose a Horeb, el monte de Dios. Cuando el Maestro invitó a los discípulos a «ir y comer» con Él, dijo a Pedro después de haber comido: «Apacienta mis corderos». Más adelante añade: «Sígueme». Así pasa con nosotros. Comemos el pan del cielo para emplear después nuestra fortaleza en el servicio del Maestro.
Nos allegamos a la pascua y comemos el cordero pascual con los lomos ceñidos, y el bordón en la mano, para partir en seguida cuando nuestra hambre quede satisfecha. Algunos cristianos viven de Cristo, pero no están ansiosos de vivir para Él. La tierra debe ser una preparación para el cielo. El cielo es el lugar donde los santos comen más y trabajan más. Se sientan a la mesa del Señor y lo sirven día y noche en su templo. Comen del alimento celestial y prestan servicio perfecto. Creyente, con la fortaleza que diariamente consigues de Cristo, trabaja para Él.
Algunos de nosotros tenemos todavía mucho que aprender en cuanto al propósito del Señor, al darnos su gracia. No tenemos que retener los preciosos granos de verdad, como las momias de Egipto retienen por siglos el grano de trigo, sin darle oportunidad de crecer. Tenemos que sembrarlo y regarlo. El Señor alimenta y refrigera nuestras almas, para que después usemos nuestras renovadas fuerzas para la promoción de su gloria.