EL EVANGELIO EN MARCHA
El fruto con sabor a Dios
(GÁLATAS 5:22-26)
Por: Rev. Julio Ruiz, Pastor
INTRODUCCIÓN: El mensaje del domingo pasado lo enfocamos en la “guerra de los deseos”, concluyendo que si en ese terreno (el corazón) dejamos que sea el Espíritu que gane esta guerra, el resultado será que andaremos guiados por el Espíritu Santo. Ninguna guía puede ser mejor que la Suya. Y Pablo siguiendo en este mismo orden de ideas nos introduce el rico mundo de las cosas que hace el Espíritu Santo en nuestras vidas. Ya había hecho una descripción de las obras de la carne (cualquiera de ellas, sean las que lleven a pecar con la carne o los pecados del carácter) y ahora nos lleva al fruto del Espíritu. ¿Cuál es la diferencia entre las obras de la carne y el fruto del Espíritu? Que mientras el fruto de la carne proviene de nosotros mismos, como parte de esta naturaleza pecaminosa, el fruto del Espíritu son las gracias que se les da al creyente en el momento que le entrega su corazón a Dios. Observe que la palabra “fruto” está en singular, lo que revela que estas cualidades constituyen una unidad, y que todas ellas deben encontrarse en el creyente que anda en el Espíritu. Y la razón del fruto del Espíritu es para que Cristo sea formado en cada uno de nosotros. En este planteamiento de Pablo entra la metáfora de Jesús como “la vid verdadera”. Él nos dijo que nosotros somos los “pámpanos” o racimos de esa vid. El fruto del Espíritu nos hace creyentes auténticos, genuinos, transparentes y el resultado será que al vivir estas nueve virtudes quedamos equipados para cumplir lo que Cristo previamente había dicho: En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis así mis discípulos (Jn. 15:8). Así, pues, el Espíritu Santo nos ha dado un solo fruto con nueve sabores. Esta serie la llamaremos: “Nueve Sabores de un mismo Fruto”. La primera parte tendrá que ver las tres gracias que tienen sabor a Dios. Las demás serán en relación al prójimo y las últimas tres con nosotros. Veamos las que tienen que ver con Dios: Amor, gozo, paz…
EL AMOR COMO LA GRACIA SALVADORA
- El amor es la gracia de donde vienen todo. Cuando usted se toma un jugo de varias frutas, siempre habrá un sabor que predomina. Al principio podría sentir una mezcla de ellos, pero después de seguir probando notará que hay un sabor que más domina, y por cuanto nos gusta, eso será lo que al final agradará al paladar. Esto es lo que pasa con el “fruto del Espíritu”. Si bien es cierto que son nueve virtudes o gracias espirituales, el poner al amor de primero es porque de allí procede el resto de todo el fruto. Del amor se origina todo lo demás. Dicho de otra forma, no podremos tener gozo, paz, paciencia, benignidad, etc., sin amor. Pero ¿qué clase de amor es este? No es, por cierto, el amor fileo, el amor de familia o de amigos, menos será el amor eros, todo lo sensual en el ser humano. Es el amor “agape”, la forma más elevada de amor. Es el tipo de amor que Dios Padre tiene para ti, expresado en Juan 3:16 y Romanos 5:8. Es el amor que tiene la forma de una cruz y un cordero sacrificado en ella. El amor es la gracia salvadora. Jamás podremos tratar esta virtud fuera de Dios y su propósito eterno. Todo comienza con el amor y lo único que seguirá será el amor.
- El amor es la gracia con la que aceptas a los demás. ¿Para qué recibe el fruto del Espíritu el creyente? Por un lado, para que Cristo sea formado en nosotros, y en consecuencia gracia del Espíritu podamos nosotros amar a otros. Pablo ha dicho en su carta a los Romanos 13:10 que el amor no le hace mal al prójimo. Y Juan más adelante nos dirá que “el que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn. 4:8). Aceptar a los demás no es fácil en el mundo, pero cuando aceptamos al Señor y su amor es derramado en nuestros corazones, somos dotados con esta gracia especial del Espíritu y entramos en un mundo nuevo para nosotros. Tan importante y poderosa es esta virtud que cuando Juan aborda este tema del amor en relación con Dios nos desafía a ver que, si alguien no tiene este amor, no solo no es de Dios, sino que no puede dar lo que no tiene. Vea lo que dice: Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios (1 Jn. 4:7). De esta manera concluimos que si yo no amo a mi hermano (prójimo), no conozco a Dios. Así que una señal que soy un hijo de Dios es que amo a los demás como son.
EL GOZO COMO LA GRACIA REVELADORA
- El gozo como distintivo de mi salvación (Sal. 51:12). Una de las cosas que le sorprende a la persona que recibe a Cristo es que al momento de su conversión llena el cielo de gozo, especialmente a los ángeles que son los ministradores de Dios (Lc. 15:10). De esta manera el creyente es investido por esta gracia del cielo y comienza a experimentar un gozo que no lo experimentó en el mundo. Ciertamente pudo tener sus momentos placenteros, producto de alguna buena noticia, algún éxito alcanzando o por la alegría que despertó alguna bebida intoxicante, pero cuando eso se acabó volvía a su realidad con algunos resultados adversos por el supuesto “gozo” recibido. Pero cuando este hombre recibe su salvación su gozo deja de ser temporal por uno eterno. Pablo habla de las tres joyas imperecederas: la fe, la esperanza y el amor, sin embargo, pienso que en el cielo no necesitaremos ni de la fe ni de la esperanza, pero si del amor y del gozo. Por lo tanto, el gozo será la expresión hermosa por el cual fluirá eternamente el hecho de haber sido salvos. El gozo es el distintivo eterno.
- El gozo como el testimonio ante los demás (1 Tes. 5:16). El orden del fruto del Espíritu no es caprichoso. Que el gozo esté después del amor tiene sentido. Entre los imperativos bíblicos, este es el que nos representa ante los demás. Es la cara que mostramos cuando hablamos a otra persona. Es el testimonio público que presentamos. Y esto es bueno que lo sepamos porque al final el gozo será una de las demostraciones que confirma la buena salud espiritual. Es una clara evidencia de un carácter genuinamente cristiano. Será muy difícil que usted encuentre este gozo en un inconverso. Hace años conocí a un hombre cuyo rostro era toda una tragedia que describía la amargada personificada. Era un hombre malcriado y de pocos amigos. Por cuando era hermano de un diácono de la iglesia, y tenía un pequeño taller de cambio de aceite, le comencé a conocer. Y en efecto comprobé su cara llena de amargura y que no quería saber nada de las cosas del Señor y de la iglesia. Pero seguí yendo al taller y el Señor me dio la gracia de ir más allá de su en su cara, conociéndole más, y un buen día ese hombre cambió su rostro por uno lleno de gozo. Ese fue el rostro que más hablaba de Cristo.
LA PAZ COMO LA GRACIA SUSTENTADORA
- La paz de Cristo (Jn. 14:27) En el orden que aparecen estas virtudes del Espíritu, lo que llamamos “los sabores de un mismo fruto”, aparece la paz, pero la paz que corresponde a Dios. En el corazón de cada ser humano existe un profundo deseo de vivir en paz. De allí que las naciones se esfuerzan por la paz y evitar una guerra. Deseamos vivir en paz con nuestros vecinos. Procuramos por sobre todas las cosas vivir en paz en el hogar. Pero, sobre todo, deseamos la paz interna, la del espíritu. Sin embargo, la experiencia pareciera confirmar lo que la Biblia ha dicho: “Y no conocieron camino de paz” (Romanos 3:17, citando a Isaías 59:8). Y la verdad es que el hombre no podrá tener la paz a menos que la encuentra con Dios. Jesucristo ofreció su paz ofrendando su vida en el altar del sacrificio. La paz que nos viene del cielo tiene este costo. Pablo describió en este mismo pasaje de Gálatas que nuestra naturaleza humana está ausente de esa paz, cuando mencionó el conflicto interno descrito como: “enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disensiones… homicidios” (Gál. 5:20-21). La paz que Cristo nos da les pone fin a todos nuestros conflictos.
- LA PAZ DE DIOS (Fil. 4:7). Siempre me ha llamado la atención que la Biblia hable de la “paz de Dios” y la “paz con Dios”. ¿Hay alguna diferencia? Sí la hay. Veámoslo de esta manera. Cuando Cristo murió lo hizo para quitar nuestras enemistadas. Esto es lo que Pablo nos da a conocer en Colosenses, la llamada carta de la “cristología”. Una de las cosas que Cristo hizo al morir en la cruz fue reconciliar todo lo que quedó enemistado y separado de Dios (Col. 1:20). De esta manera, Cristo logró nuestra paz respecto a los pecados que nos separaban de Dios, pero ahora necesitamos tener la paz de Dios para nuestro diario vivir. Aunque seamos cristianos, no siempre vivimos en la paz de Dios. Observo con mucha frecuencia la vida agitada que viven algunos creyentes. Es cierto que algunos sufren de depresión producto de circunstancias del pasado con las que luchan todo el tiempo, pero hay otros que, sin tener estas razones, viven vidas agitadas. No se dan tregua a ellos mismo. La intención de vivir con esta paz como parte del fruto del Espíritu es que podamos ser felices. Que sea esta la paz que disfrutamos aun en medio de las tormentas.
CONCLUSIÓN: Este mensaje nos muestra un agudo contraste entre dos temas contrastados: los deseos de la carne y el fruto del Espíritu. De acuerdo al v. 16, el creyente no debiera exhibir las obras de la carne. Todos estamos de acuerdo que esto es una de las partes más feas en la vida cristiana. Pero en lugar de eso, el creyente debe exhibir el poder del Espíritu, visto en estas nueve virtudes que son partes de un mismo fruto. Interesante hacer notar que el fruto que se describe acá no es producto del creyente, sino que viene del Espíritu Santo que obra a través de él para que permanezca en unión vital con Cristo (Jn. 15:1–8). Por otro lado, cuando abordamos estos tres mensajes por separados, no quiere decir que algunos creyentes tienen solo parte de este fruto, como es el caso de los dones que ha dado el Espíritu. No todos tenemos los dones espirituales, pero si todos debemos tener el fruto del Espíritu como una unidad. ¿Cuál es el propósito? Hasta que Cristo sea formado en mí: “Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros…” (Gál. 4:21). El fruto del Espíritu es lo que nos permite presentar a Cristo a otros.
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