Librémonos del miedo

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EL EVANGELIO EN MARCHA

Librémonos del miedo

  El día en que temo, yo en ti confío. (Salmo 56:3). Una posible respuesta a la verdad de que la raíz de nuestra ansiedad es incredulidad, es la siguiente: «Tengo que lidiar con la ansiedad casi todos los días, y eso me hace sentir que mi fe en la gracia de Dios debe ser insuficiente. Me pregunto si puedo tener alguna certeza de mi salvación».

  Mi respuesta a esta preocupación es: supongamos que usted está en una carrera automovilística y su enemigo, quien no quiere que usted termine la carrera, le arroja lodo en el parabrisas. El hecho de que temporalmente pierda de vista la meta y empiece a salirse de la pista no implica que vaya a abandonar la carrera.

  Sin lugar a dudas, tampoco significa que usted está en la pista equivocada. Si así fuera, el enemigo no lo molestaría en absoluto. Lo que significa es que debe encender el limpiaparabrisas. Cuando la ansiedad nos golpea y nubla la visión de la gloria de Dios y de la grandeza del futuro que él planeó para nosotros, eso no quiere decir que no tengamos fe, o que no llegaremos al cielo. Quiere decir que nuestra fe está bajo ataque.

  Al recibir el primer golpe, nuestra confianza en las promesas de Dios puede titubear y volverse inestable. No obstante, el hecho de que sigamos encarrilados y lleguemos a la meta depende de que, por medio de la gracia, pongamos en marcha un proceso de resistencia, es decir, depende de que luchemos contra la incredulidad que la ansiedad genera. ¿Encenderemos el limpiaparabrisas?

El Salmo 56:3 dice: «El día en que temo, yo en ti confío».

  Notemos que no dice: «nunca lucho contra el miedo». El miedo nos golpea y entonces la batalla comienza. La Biblia no asume que los verdaderos creyentes no tendrán ansiedad. En lugar de eso, nos enseña a luchar contra ella cuando nos golpea.

 

En Dios vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser

  El eterno Dios es tu refugio (Deuteronomio 33:27). La palabra refugio puede ser traducida por «mansión» o «casa», que da la idea de que Dios es nuestra morada y nuestro hogar. En esta metáfora hay plenitud y dulzura, pues el hogar, aunque sea una humilde choza o una reducida casulla, es, sin embargo, querido a nuestro corazón; y mucho más querido es nuestro bendito Dios, en quien «vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser».

  Es en el hogar donde nos sentimos seguros; dejamos fuera al mundo, y permanecemos en tranquila seguridad. Así también cuando estamos con nuestro Dios, no tememos al mal. Él es nuestro escudo, asilo y permanente refugio. En el hogar descansamos. Allí hallamos reposo tras los trabajos y fatigas del día. De la misma forma, nuestros corazones hallan descanso en Dios cuando, cansados con las luchas de la vida, nos volvemos a Él y reposamos tranquilos.

  En el hogar, dejamos nuestros corazones en libertad. No tememos ser mal entendidos ni que alguien tuerza el sentido de nuestras palabras. Así también cuando estamos con Dios, podemos conversar libremente con Él, pues si «el secreto de Jehová es para los que le temen», los secretos de los que le temen deben ser y tienen que ser para su Señor.

  El hogar es, además, el lugar de nuestra más pura y verdadera felicidad. En Él tenemos un gozo que sobrepuja todo otro gozo. Es también en favor de nuestro hogar que trabajamos y obramos. Pensando en nuestro hogar, recibimos fuerzas para soportar las cargas diarias y cumplir con nuestro cometido. Aun en este sentido podemos decir que Dios es nuestro hogar.

  El amor a Él nos fortalece. Lo recordamos en la persona de su Hijo. Un vislumbre del rostro del Redentor nos constriñe a trabajar en su causa. Sabemos que hemos de trabajar, pues tenemos hermanos que aún no son salvos y, por tanto, debemos alegrar el corazón de nuestro Padre, llevando al hogar a los hijos pródigos.