Cultivando siempre un espíritu de gratitud

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EL EVANGELIO EN MARCHA

Cultivando siempre un espíritu de gratitud

  Abogaste, Señor, la causa de mi alma (Lamentaciones 3:58). Observa cuán positivamente habla el profeta. No dice «Espero, confío, pienso algunas veces que Dios ha abogado las causas de mi alma», sino que habla del asunto como de una realidad indiscutible. «Abogaste la causa de mi alma.» Librémonos, con ayuda del Consolador, de estas dudas y temores que tanto perjudican nuestra paz y bienestar.

  Pidamos a Dios que nos conceda vernos libres de la desagradable y gruñona voz de la sospecha y del recelo, y que nos enseñe a hablar con la clara y melodiosa voz de la plena seguridad. Observa con cuánta gratitud habla el profeta, atribuyendo la gloria solo a Dios. No hay aquí ni una sola palabra tocante a sí mismo o a su defensa. Él no atribuye su rescate a ningún hombre, y mucho menos a sus propios méritos.

  El profeta dice, más bien, lo siguiente: «Tú, oh Señor, tú abogaste la causa de mi alma, tú redimiste mi vida». El cristiano debiera cultivar siempre un espíritu de gratitud; y, especialmente después de haber sido librados de alguna prueba, tendríamos que cantar a nuestro Dios. La tierra debiera estar llena de cantos, entonados por santos agradecidos; y cada día debiera ser un incensario, en el que arda el incienso de la acción de gracias.

  ¡Cuán alegre parece estar Jeremías mientras recuerda la bendición de Dios, y cuán triunfalmente eleva el tono! Él había estado en la mazmorra y, hasta ahora, no era otra cosa que el profeta llorón; sin embargo, en el mismo libro llamado Lamentaciones, sonora como el canto de María cuando tocaba el pandero, penetrante como el tono de Débora cuando salió al encuentro de Barac con exclamaciones de victoria oímos la voz de Jeremías que, subiendo al cielo, dice: «Tú abogaste, Señor, la causa de mi alma; tú redimiste mi vida». ¡Oh, hijos de Dios!, procurad tener una experiencia vital de la bondad del Señor; y cuando la tengáis, hablad de ella con certeza.

 

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Ocupemos nuestros talentos en algo provechoso

  Evita las cuestiones necias (Tito 3:9). Nuestros días son pocos y, si hacemos bien, los usamos mucho mejor que cuando disputamos sobre asuntos que, en el mejor de los casos, son de menor importancia. Los antiguos escolásticos ocasionaron mucho mal con sus incesantes discusiones sobre asuntos que carecían de importancia práctica.

  Nuestras iglesias padecen mucho de discusiones sin importancia sobre puntos oscuros y cuestiones insignificantes. Una vez todo lo que podía decirse se ha dicho, ninguno de los dos bandos resulta más sabio que el otro y, en consecuencia, la discusión no fomenta el conocimiento ni el amor. Es absurdo sembrar en terreno tan estéril. Cuestiones sobre detalles que la Biblia calla, sobre misterios que pertenecen solo a Dios, sobre profecías de dudosa interpretación y sobre maneras de observar ceremonias humanas son todas cuestiones necias que los hombres sabios evitan.

  Nuestra tarea no es preguntar ni responder cuestiones necias, sino evitarlas enteramente. Y si observamos el precepto del apóstol (Tit. 3:8.) de procurar gobernarnos por buenas obras, nos ocuparemos en trabajos provechosos, y así no tomaremos mucho interés en contenciones indignas e inútiles. Hay, sin embargo, cuestiones que no son necias y que no deben ser evitadas, sino imparcial y honestamente encaradas.

  He aquí algunas: ¿Creo en el Señor Jesucristo? ¿Ha sido renovado mi espíritu? ¿Ando yo, no según la carne, sino según el Espíritu? ¿Estoy creciendo en la gracia? ¿Adorna mi conversación la doctrina de Dios mi Salvador? ¿Espero la venida del Señor y estoy velando como un siervo que aguarda a su amo? ¿Qué más puedo hacer por Jesús? Preguntas como éstas demandan nuestra urgente atención. Si hemos estado entregados a cavilaciones, ocupemos desde ahora nuestros talentos en trabajos más provechosos. Seamos pacificadores y enseñemos a otros a «evitar cuestiones necias».