El cristiano no niega la verdad

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EL EVANGELIO EN MARCHA

El cristiano no niega la verdad

  Mucho me regocijé cuando vinieron los hermanos y dieron testimonio de tu verdad, de cómo andas en la verdad (3 Juan 3).

  La verdad estaba en Gaio y Gaio andaba en la verdad. Si lo primero no hubiese sido cierto no habría ocurrido lo segundo; y si lo segundo no se hubiese podido decir, lo primero habría sido una mera pretensión. La verdad debe entrar en el alma, penetrar en ella y saturarla, de lo contrario no tiene valor alguno.

  Las doctrinas que solo se profesan como credo, son semejantes al pan en la mano: no suministran alimento al cuerpo. Pero la doctrina aceptada por el corazón es como el alimento digerido, que, por asimilación, sostiene y vigoriza el cuerpo. La verdad debe ser en nosotros una fuerza viva, una energía activa, una realidad permanente y una parte de la trama y urdiembre de nuestro ser. Si la verdad está en nosotros, no podremos, en adelante, deshacernos de ella.

  Un hombre puede perder sus vestidos o los miembros de su cuerpo, pero sus órganos interiores son vitales, y no pueden ser arrancados sin la pérdida de la vida. Un cristiano puede morir, pero no puede negar la verdad. Es una ley de la naturaleza que lo interno afecta lo externo. La luz resplandece desde el centro del farol a través del vidrio.

  Cuando la verdad se enciende dentro del corazón, su resplandor pronto se manifiesta en la vida y en la conversación. Se dice que los alimentos de ciertos gusanos dan color al capullo de seda que ellos hacen. De la misma manera el alimento del cual vive el hombre interior da a sus palabras y obras un tinte peculiar.

  Andar en la verdad denota una vida de integridad, santidad, fidelidad y sinceridad, que es el resultado de los principios de verdad que nos enseña el Evangelio y que el Espíritu Santo nos permite recibir. ¡Oh Espíritu de gracia!, permítenos ser hoy regidos y gobernados por tu santa autoridad, de suerte que nada falso o pecador reine en nuestros corazones.

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Lo único que puede limpiar nuestra conciencia

  ¿Cuánto más la sangre de Cristo, el cual por el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, purificará vuestra conciencia de obras muertas para servir al Dios vivo? (Hebreos 9:14)

  Aquí estamos en la era moderna —la era de Internet, los teléfonos inteligentes, los viajes al espacio y los trasplantes de corazón—, y nuestros problemas siguen siendo, en esencia, los mismos de siempre: nuestra conciencia nos condena y nos hace sentir que no somos aceptos delante de Dios. Estamos separados de Dios.

  Podemos cortar nuestro propio cuerpo, arrojar a nuestros hijos en un río sagrado, dar millones de dólares a obras de beneficencia, servir en un comedor comunitario, cumplir cien penitencias distintas o infligirnos cien tipos de heridas, y el resultado será el mismo: la mancha permanece y la muerte nos aterra.

  Sabemos que nuestra conciencia está corrompida, no por elementos externos como por tocar un cadáver, un lienzo sucio o una porción de cerdo. Jesús dijo que lo que contamina es lo que sale del hombre, no lo que entra en él (Marcos 7:15-23). Estamos contaminados por actitudes como el orgullo, la autocompasión, la amargura, la lujuria, la envidia, los celos, la codicia, la apatía y el temor.

  La única solución en esta era moderna, como para cualquier otra época, es la sangre de Cristo. Cuando nuestra conciencia se levanta y nos condena, ¿adónde iremos? Hebreos 9:14 nos da la respuesta: a Cristo. Volvamos la mirada a la sangre de Cristo. Volvámonos al único agente limpiador en todo el universo que nos puede dar alivio en vida y paz en la muerte. ����LMEM��