Job: 5:19

El otro evento que tengo muy bien marcado en mi mente, claro que no como algo agradable, sino, como de lo más torpe que pude un día haber hecho, fue cuando se aproximaba el cumpleaños de esa señora, y me invita, y yo, sintiéndome honrado por la invitación, me dice además: “si puede licenciado, traer quinientos colones, porque, yo siempre pido mariachis”, y va de nuevo el buey al degolladero, y consigo ese dinero.
Me imagino, que de la misma manera, como lo hice la vez anterior, y ese sábado, un taxi nos pasa a recoger, iba con nosotros una joven muy atractiva, morena, que desde un inicio, sentí como que yo era su encargo, como si me dijeran, olvídate de aquella, y aquí tenés esta, de “repuesto”.
El destino es un restaurante en Lourdes Colon, y ahí es donde las piezas del rompecabezas, van cayendo por su propio peso, el mariachi ya estaba contratado y su cantante, ya había tenido algo que ver con la cumpleañera años antes, y hasta la mesa estaba reservada y los platos de comida, y por supuesto, los baldes de cerveza.
Ese domingo, recuerdo bien, que durante toda la tarde el mariachi no cayó jamás, por cuanto estuvimos nosotros ahí, emborrachándonos como cabras, y yo pagaba con mis quinientos colones que difícilmente conseguí, por lo menos, veinticinco veces sonó la canción “acá entre nos”.
Pero lo que me motiva, particularmente, a recordar esa fecha, no es solo que esa compañía inesperada -en lo que a mí respecta- era en realidad para mí, pues mientras cantaban una vez más la canción “acá entre nos”, yo me levanto con mucha dificultad rumbo a los servicios sanitarios del lugar, ella conmigo, pues se me pegaba como estampilla.
Lo único que evitó que sucediese algo, en ese no tan cómodo baño, fue que era domingo y que el lugar estaba lleno de niños, ancianos y de familias enteras que departían alegremente en una tarde de fin de semana; sino lo más memorable, de esa tarde, fue que para finalizar la velada, totalmente alcoholizada esa señora, hace un “hechizo”, según ella.
Todo el séquito de borrachos que le acompañábamos, incluyendo al conductor del taxi, que también, resulta ser amigo de ella, nos tomamos de las manos, y ella, ebria, porque en sus mentiras, dice que el hechizo tiene que ser totalmente ebria, desata las ataduras de mi amor, con las que, su madre, mi suegra, me la arrebato a mí.
Y al final, llego a mi casa, conducido, por el mismo taxi, mi compañía inesperada, y entró a mi habitación solo, sin los quinientos colones, ebrio, y nuevamente engañado, resignándome a escuchar la canción de Montaner a fuerte volumen “Quisiera”, y yo por tanto querer, quedé así.
Y eso fue, tan solo el inicio, y los primeros dos mil colones, a partir de ahí, esa señora, en su imposibilidad, y que se le acabaron las mentiras, me conduce hacia la persona que le vendía los “puros”, “la maestra”, decían ellas, una señora que vive aún, por la décima avenida norte, en un lugar conocido como “la tutu”.
Ya para ese entonces, trabajaba mucho en el ejercicio liberal de mi profesión como abogado, ganaba fácilmente tres mil o seis mil colones, por lo que invertía fuertes cantidades, ya no eran veintiún “puros”, sino cien, y no una vez, sino varias veces, hasta sábados que pasaba desde la una de la tarde, hasta como a las diez de la noche, mientras se fumaban, todas las mujeres del lugar, porque ahí estaban todas, para mí y por mí.
Semejante cantidad exagerada de maldad encerrada en esos “puros”, y luego regresaba a la casa con un olor penetrante de ese humo, pues era un lugar obscuro y encerrado.
UN ENORME VACÍO
Los meses que conocí a esa mujer, también significaron gastos, y muy serios, y sinvergüenzadas, pues las famosas “cadenitas” se hacían todas las semanas y hasta por veintiún días seguidos, y me tocaba ir a comprar alcohol a las farmacias, ajos, y un sin fin de “menjurjes”, que lo único que me conducía es cada vez, a un vacío tan enorme como la maldad que hacían esas mujeres.
Una tristeza sin nombre, profundamente arraigada en lo más profundo de mi ser, pero con una sola cura, para siempre, y definitiva: Jesús.
Pero la paciencia del Señor, era más y más larga, cada vez, pues de esa tal “maestra”, llegué a la peor de todas, una señora, que se auto denominaba la mejor, y se jactaba de contar con personas de dinero, de influencia, entre sus clientes, y como era lógico pensar, si de esa forma tan parcializada se pesaba ella, en kilates, así sería la factura, en tres meses.
Significó ese tiempo, por lo menos veinte mil colones, los cuales reunía en base a préstamos, a mi sueldo, pues trabajaba en una universidad Privada, y además a mis representaciones y defensas profesionales como abogado de la República.
En ese entonces tomaba mucho, mis parrandeadas eran de toda la noche, llegaba a mi casa, a las cinco de la mañana, me duchaba, me cambiaba de ropa, y me iba a las seis y treinta de la mañana, a dar clases a la Universidad, mis días se resumían en eso, en trabajar, y parrandear, y la parranda, en mujeres y en alcohol.
Y cuando no estaba haciendo ninguna de esas dos cosas, estaba con el último engaño de todas, el que nos llevó, digo “nos”, porque se me juntaron dos más, y fuimos a una iglesia católica, un día domingo, y a la hora de recibir la “hostia”, colocábamos la mano, para que el sacerdote nos la ponga en la palma, y no la llevábamos a la boca, sino, la dejábamos caer en la bolsa de la camisa, y se la dábamos a esa señora, para que hiciese un “trabajo de protección”.
En esos meses, que parecieron años, pero no fue así, significó encerrarme en mi habitación, quemar pétalos de rosa en mi cuarto de baño, diciendo el nombre de la persona que deseaba que regresara a mí, y de igual manera, por la noche, en la playa, bañarme de vino con las olas del mar, lo cual hice, inclusive enfermo de los bronquios.
MI TORPEZA LLEGABA AL LÍMITE
Ya para esa época, como que mi torpeza, llegaba al límite, como que no se le creía mucho, y lo que disperso el panorama de engaño, fue un sábado en la tarde, que estaba en un centro comercial, con mi familia, y encuentro a “mi Bety”, y descubro dos cosas, no me morí, en primer lugar, no salí corriendo a abrazarla, a besarle los pies, y a rogarle que regrese conmigo, no, no lo hice, y en segundo lugar, no vi en sus ojos, odio, ni rencor.
Ese día inmediatamente le llamo a esa mujer, y me dice, ya vio, está surtiendo efecto el trabajo, si es que lo que estamos haciendo es bueno, surte efecto, pero ¿qué hago?, le dije yo, nada, me dijo ella, espere, espere.
Y yo hago todo lo contrario, a la semana entrante, un alumno de la universidad me lleva, y voy al tercer piso, donde ella trabajaba en ese almacén, y le dije que regresáramos, y me dijo que no, y al final, de esa conversación que duró, escasos cinco minutos, le intento cautivar, cantándole una canción que le cantaba todas las noches, en nuestra cama, que decía:
“Te miras remona, de pies a cabeza, pareces muñeca de un aparador, tus ojos de cielo, que son dos luceros, los llevo muy dentro como una canción, muchacha bonita, prodigio de encanto, por ti mis angustias se bañan de luz, te quiero y te adoro, de pies a cabeza, no hay otra muñeca más linda que tu”.
Y pensé que causaría el mismo efecto, que provocaba en nuestra cama, cuando ella, llorando, me decía, “ si me voy, no voy a tener quien me cante”, me abrazaba, y terminábamos enredados hasta el amanecer; pero no, aquí, lo que hizo ella, fue huirme, empezó a temblar, subió al máximo el volumen a la música que se escuchaba dentro del almacén, y se puso a llorar, en ese momento comprendí, que le causaba daño, y más aún, a mí mismo me lo causaba, y nunca más volví a saber ni a buscarle a ella.
MI DEPENDENCIA DE DIOS
Llegó navidad, y ese alumno, andaba con prisa, recuerdo bien, porque esa señora, quería hacernos un regalo, un “trabajo” más, para tener suerte el próximo año, que sería el dos mil, y recuerdo bien, una seguridad en mi corazón, que me llenó, y me llevó a decirle a él y a ella, que no, no lo quería, no lo necesitaba, que se lo dé a otro, porque para mí, del que dependía mi “suerte”, por llamarle de alguna manera a mi vida, en aquel entonces, era solo de Dios, de nadie más.
Porque fue él, quien me llevó, ese año, a trabajar en esa universidad, fue Dios quien me dio el “notariado”, fue Dios, quien me regaló un carro, un trabajo de ingresos estables, abriéndome campo en el ejercicio liberal de mi profesión, en la calle, y fue Dios, definitivamente, él, quien me libró de esta tribulación.
Era el veintitrés de diciembre de mil novecientos noventa y siete, las nueve de la noche, dentro del vehículo de mi amigo, “nacho”, en algún lugar estacionado en la colonia Zacamil, yo estaba con mi novia “bety”, y entre el calor del momento, su cuello sufrió los resultados normales de la temperatura que empañaba hasta el vidrio de las ventanas.
Se cumplió lo que un amigo, que le apodaban “el armadillo”, y que por cierto, el exigía a todos que así le llamasen, que me dijo, ese mismo día por la tarde, “ah!!, te lo va a prestar!”, se refería a mi novia, a quien días antes le había regalado, con motivo de las navidades, ropa interior costosa, y ese día, que fuimos a almorzar, como otras veces, me tomó la mano, la llevó debajo de su blusa, y me dijo, ¿qué llevo puesto?, con cierta malicia en sus preciosos ojos verdes.
Este testimonio continuará en nuestra próxima edición
*José Rigoberto De Orellana Eduardo, es abogado y notario salvadoreño y predica la Palabra de Dios