EL EVANGELIO EN MARCHA
Conciudadanos de los santos
(EFESIOS 2:11-22)
Por: Rev. Julio Ruiz, Pastor
INTRODUCCIÓN: El pasado 12 de octubre se celebró lo que se conoce como el Día de la Hispanidad o Día de las Américas. Eso es lo que compete al mundo “descubierto”. Pero España, la llamada “madre patria”, celebra la conquista de las tierras que alcanzaron sus colonizadores. Así que en esta fecha los unos celebraremos el que nos hayan “descubierto”, mientras que los otros celebran el habernos conquistado. En algunas partes, y quizás pensando en ese espíritu nacionalista, a esa fecha ahora se le conoce como el “Día de la Resistencia Indígena”, por la manera como los antiguos pobladores se opusieron contra los que pretendían conquistarles. Pero como quiera que esto se celebre, el asunto más importante, sobre todo para aquellos que ahora vivimos lejos de la patria que nos vio nacer, es recordar nuestras raíces, tradiciones, comidas y la hermandad que es tan propia de nuestros pueblos. Así que al celebrar esta fecha (algunos la colocan en cualquier parte del mes de octubre), lo hacemos bajo una especie de “competencia” hermosa, donde se pone de manifiesto la ropa, la artesanía, los cantos de nuestros pueblos con su himno nacional, y sobre todo, la comida típica, donde los comensales degustan la originalidad de cada país. Es, en efecto, una fiesta patria, un lindo recordatorio que nos hace vivir con añoranza nostálgica las cosas propias de nuestras tierras. Pero para los creyentes, esta celebración tiene que llevarnos más allá de una asignación histórica. Porque aunque usted y yo tengamos ahora más de una ciudadanía, hay una a la que todos pertenecemos, sin que en ella haya distingos de colores, cultura y de idiomas. Esta es la ciudadanía celestial. Pablo la menciona de una manera magistral, no dejando barreras que nos imponen las ciudadanías terrenales, al decirnos que “nuestra ciudadanía está en los cielos” (Fil. 3:20). Esto pone de manifiesto que ahora tenemos una patria que la compartimos por igual. Que en ese estado final de las cosas, nuestros vecinos estarán conformados por todos los santos redimidos de todos los tiempos. Ahora tenemos una ciudadanía celestial lo que nos hace ser conciudadanos de los santos ¿De qué trata todo esto?
- LA CIUDADANÍA CELESTIAL NOS RECUERDA CÓMO FUE NUESTRO PASADO
- Viviendo como gentiles v. 11. El presente pasaje nos habla de dos pueblos completamente distintos: judíos y gentiles. Lo que marcaba la diferencia entre uno y el otro era la circuncisión; ritual del cual los judíos se aferraban hasta el punto de considerarlo como imprescindible para la salvación y el único medio para ser una pertenencia divina. Este versículo nos presenta un asunto que iba más allá de lo teológico, internándose hasta el aspecto social. Antes de la venida de Cristo este aborrecimiento fue tal que los judíos consideraban que los gentiles “habían sido creados por Dios para ser combustible para el fuego del infierno. Dios sólo amaba a Israel de entre todas las naciones que había hecho” (Barclay). Los gentiles no solo eran considerados incircuncisos, sino también inmundos y fuera de cualquier posibilidad de alcanzar la salvación. Bueno, aunque la comparación no puede ser la misma por aquel contexto social que vivieron los judíos y gentiles, nosotros, antes de venir a Cristo también éramos gentiles. La forma cómo vivíamos antes de venir a Cristo se describe en este mismo capítulo 2:1-3. No vivimos de otra manera antes de venir a Cristo. Este es exactamente nuestro retrato. Que no se nos olvide eso.
- Viviendo alejados de las bendiciones v. 12. Este texto nos revela tres grandes bendiciones de las que todo hombre sin Dios se pierde. La primera es que “estabais sin Cristo”. Una vida sin Cristo es una vida vacía, sin orden y sin dirección. Es una vida dominada por el príncipe de la potestad del aire, el pecado y la carne. Pero además, la otra bendición de la que se pierde es la de estar “apartados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa”. Los gentiles no fueron el pueblo de Dios, ni tampoco fueron acreedores de sus riquísimas promesas. Por lo tanto, el estar apartados y alejados de estas bendiciones nos muestra un cuadro donde no existe la más mínima esperanza de salvación. Es como encontrarse en un lugar tan remoto sin saber de alguien que pudiera venir al rescate. La palabra “apartada” y “ajena” acá significa extranjeros o extraños. Según esto, el extranjero no es solo aquel que vive en otro país que no es el suyo, sino aquel que vive fuera del alcance de Dios. Eso éramos nosotros. Pero por si faltara otra bendición, se nos dice que nosotros vivíamos “sin esperanza y sin Dios en el mundo”. ¿Puede imaginarse un cuadro peor que este? Desprovisto de toda bendición. Y es que podrá haber muchos bienes y tener otros dioses, pero si no se tiene el verdadero, no se tiene nada.
- LA CIUDADANÍA CELESTIAL NOS RECUERDA EL COSTO DE SU AQUISICIÓN
- Cercanos por su sangre v. 13. Curiosamente los judíos y los gentiles se unieron para crucificar a Jesús, por lo tanto allí se dio el primer paso de acercar a estos dos hostiles enemigos. Su sangre derramada hizo posible que los despreciados gentiles, aquellos a quienes los judíos llamaban “perros”, ahora sean unidos, siendo parte de una misma familia. La sangre de Cristo ha hecho posible que los hombres, sean de donde sean, vengan de donde vengan, puedan ser unidos en una gran familia, la llamada familia de Dios. La reconciliación entre pueblos hostiles es una tarea casi imposible. Vea el caso de Israel y los árabes. Los conflictos de tantos años atestiguan de los asuntos que les han hecho irreconciliables. ¿No es maravillo pensar que la sangre de Cristo haga posible el acercamiento? Solo ella puede acercar a los que antes estaban lejos.
- El es nuestra paz v. 14. Tome en cuenta que el texto no nos dice que “él nos da la paz”, sino que él es “nuestra paz”. Lo primero que Jesús hace al venir a cada corazón es ponerle fin a nuestra propia guerra. Véalo de esta manera. Con su sangre nos perdona de todos nuestros pecados, pero al morar en nuestros corazones él mismo se convierte en nuestra garantía de paz a través de su presencia. Eso es lo que se conoce como reconciliación con Dios y después con el hombre. Lo primero que hizo fue derribar las barreras de separación para llegar a ser un solo pueblo. Ahora podemos todos abrazarnos porque Dios nos abrazó a través de Cristo. La cruz de Cristo hizo posible que se derrumbara la pared de separación y ahora ser uno en él (Gal. 3:18). Los brazos abiertos de la cruz han hecho que ahora nos abracemos como hermanos.
- Matando las enemistades v. 16. Para el tiempo cuando se dio la muerte de Cristo, la hostilidad entre los pueblos llegaba a niveles imponderables, sobre todo la que daba con motivos raciales. De esta manera, los griegos llamaban “bárbaros” a los no griegos; los judíos llamaban “perros” a los no judíos; los romanos llamaban “hijos de asno” a los judíos; los samaritanos no se saludaban con los judíos y los de la circuncisión llamaban “incircuncisos”. Nadie podía reconciliar esas enemistades. Sin embargo, la muerte vicaria de Cristo hizo posible que se estableciera un puente de reconciliación entre esos pueblos, de tal manera que ha sido el único que ha convocado a los hombres a amarse y llegar a ser parte de la familia de Dios. Jesús mató los prejuicios que nos separaban. La entrada a la familia de Dios ahora es libre v. 18.
III. LA CIUDADANÍA CELESTIAL NOS RECUERDA LO QUE AHORA SOMOS
- Ya no somos extranjeros v. 19. Los que inmigramos a otro país llevamos la etiqueta de ser forasteros. Las señales son inequívocas. Nos delata el color, la cultura y el idioma. Y aunque estemos insertados en las bondades de la nación que nos cobija, siempre seremos extranjeros. Para el caso de aquellos cuya situación legal no está resuelta en el país donde han llegado, el ser “extranjero y advenedizo” es como no tener un paradero fijo. Estas dos palabras describen una condición lamentable, sin privilegios ni oportunidades. Políticamente están sin amparo. Es la cruda verdad de muchos que viven en otros países a donde se han refugiado en busca de una mejor vida para los suyos. Pero para un hijo de Dios, y esto es lo que más cuenta, la Biblia le declara que ya él no es un extranjero o un extraño. Esta es la mejor noticia que podamos escuchar. No hay para Dios una categoría de personas. Es en su reino donde todos somos iguales. Allí no habrá problemas con la documentación, y podemos andar libres.
- Conciudadanos de los santos v. 19b. Era muy difícil que un gentil se hiciera ciudadano del pueblo escogido de Dios (Israel). Simplemente estaba execrado. La buena noticia es que ahora en Cristo nosotros tenemos plena ciudadanía con todos los santos. ¿Cuáles santos? Los que vivieron en el Antiguo Testamento. Los que vivieron durante el Nuevo Testamento. Y todos los héroes de la fe que vinieron después y los que viven hoy. Sí, nosotros somos “conciudadanos de los santos”. No se trata de cualquier ciudadanía. Hermanos, ahora somos parte de la “familia de Dios”. No importa de qué país proceda, si usted es un hijo de Dios, usted es parte de esta familia, y parte de esta nueva ciudadanía. Y todo eso fue hecho posible porque en la cruz del calvario, Jesucristo arregló nuestros “documentos de inmigración” para viajar a la patria celestial. Así que juntamente con Pablo decimos: “Nuestra ciudadanía está en los cielos de donde esperamos al salvador Jesucristo’ (Fil. 3:30). Ahora pertenecemos a la ciudadanía que jamás será quitada. No está en la tierra sujeta a sus leyes, sino en el cielo. Nadie te la quitará.
CONCLUSIÓN: Al final de este pasaje Pablo nos recuerda que por ser “conciudadanos de los santos” y “miembros de la familia de Dios”, debemos seguir edificándonos en el sólido fundamentos de los apóstoles, cuya piedra angular es Jesucristo (v. 20). El fin de todo esto es que podamos crecer para llegar a ser un “templo santo al Señor (v. 21). Cuando esto ocurre entonces disfrutaremos de ser “morada de Dios en el Espíritu”. Toda la Trinidad morando en nosotros para la más completa edificación. ¿Habrá algo mejor que esto? El ser ahora “conciudadanos de los santos” nos recuerda que también somos parte “la familia de Dios” la componen todos los hombres y mujeres que han sido redimidos por la sangre de Cristo. Nos agrada pensar como será aquella reunión cuando estemos delante de Aquel que hizo posible esa ciudadanía. Cuando estemos delante de Él representando a nuestras naciones. En la visión que nos ofrece Apocalipsis 7:9-10 podemos ver aquella gran reunión, vista en las “naciones y tribus y pueblos y lenguas” proclamando que la “la salvación pertenece a nuestro Dios que está sentado en el trono, y al Cordero”. ¿Cuántos compatriotas estarán presentes en ese día? ¿Estará usted también allí?
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