EL EVANGELIO EN MARCHA
Desbordados por las riquezas de la gracia
Yo derramaré aguas sobre el sequedal (Isaías 44:3). Cuando un creyente ha caído en el abatimiento y la melancolía, procura, con frecuencia, levantarse de ese estado, maltratándose con tristes y lúgubres temores. No es ése sin embargo el camino para levantarse del polvo, sino para seguir en él. El mismo efecto que produciría una cadena en las alas del águila cuando la queremos hacer volar, es el que produce la duda cuando queremos crecer en la gracia.
No es la ley, sino el Evangelio lo que salva al alma arrepentida, y no es la servidumbre legal, sino la libertad del Evangelio la que puede restaurar al creyente desalentado. No son los temores serviles los que hacen volver al que se apartó de Dios, sino la dulce invitación de amor que lo atrae hacia el seno de Jesús.
¿Tienes esta mañana sed del Dios vivo, y te sientes desdichado por no poder hallarlo para deleite de tu corazón? ¿Has perdido el gozo de la fe y oras diciendo: «Vuélveme el gozo de tu salud»? ¿Te sientes estéril como tierra seca? ¿No rindes a Dios los frutos que Él tiene derecho a esperar de ti? ¿Sientes que no eres ni en la iglesia ni en el mundo tan útil como debieras ser? Entonces aquí está la promesa que necesitas: «Yo derramaré agua sobre el sequedal». Recibirás la gracia que tanto buscas, y la tendrás al alcance de tus necesidades.
El agua refrigera al sediento; tú, pues, serás refrigerado y tus deseos serán satisfechos. El agua aviva la adormecida vida vegetal; tu vida será vivificada con nueva gracia. El agua hincha los brotes y madura los frutos; tú también tendrás la gracia que hace fructificar, y serás fructífero en los caminos del Señor. Cualquiera de las buenas cualidades de la gracia divina la gozarás plenamente. Recibirás en abundancia toda riqueza de la divina gracia; estarás como empapado en ellas. Y como las praderas a veces se inundan por el desbordamiento de los ríos, y los campos se convierten en lagunas, así serás tú.
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El amor de Dios: ¿es condicional?
Acercaos a Dios, y Él se acercará a vosotros. (Santiago 4:8). Lo que este versículo quiere decir es que hay una preciosa experiencia de paz, seguridad, armonía e intimidad con Dios que no es incondicional: depende de que no contristemos al Espíritu.
Depende de que dejemos los malos hábitos. Depende de que abandonemos las triviales inconsistencias de nuestra vida cristiana. Depende de que caminemos a la par con Dios y aspiremos al mayor grado de santidad.
Si esto es verdad, me temo que las afirmaciones poco cuidadosas que hoy en día se hacen acerca del amor incondicional de Dios, podrían llevar a las personas a dejar de hacer justamente lo que la Biblia dice que necesitan hacer para lograr la paz que buscan con tanta ansiedad. En nuestro intento de traer paz a las personas por medio de la «incondicionalidad», podríamos estar privándolas del remedio mismo que la Biblia prescribe.
Declaremos con denuedo las buenas nuevas de que nuestra justificación está basada en el valor de la obediencia y el sacrificio de Cristo, no en los nuestros (como dice Romanos 5:19: «porque así como por la desobediencia de un hombre los muchos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno los muchos serán constituidos justos»).
Pero declaremos también la verdad bíblica de que el deleite en esa justificación, que se manifiesta en el gozo, la confianza y el poder para crecer en semejanza a Jesús, está condicionado a nuestra renuncia activa al pecado y a las malas costumbres, a la mortificación de los deseos de la carne, a la búsqueda de la intimidad con Cristo y a no contristar al Espíritu.