Yo los amé tanto que me hice como uno de ustedes

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EL EVANGELIO EN MARCHA

Yo los amé tanto que me hice como uno de ustedes

 

PAG 18La promesa de Dios en la corona de espinas. ¿Sabes qué es lo más maravilloso sobre el regreso de Cristo? ¿Sabes cuál es la parte más notable de la encarnación? No solo que cambió eternidad por calendarios. Aunque tal cambio merece nuestra atención.
La Escritura dice que el número de los años de Dios es inescrutable ( Job 36.26 ). Podemos ir para atrás en la historia hasta el momento en que la primera onda del mar besó las orillas, o la primera estrella alumbró en el cielo, pero nunca lograremos establecer el momento exacto en que Dios fue Dios, porque ese momento no existe. No hay un momento en que Dios no haya sido Dios. Él nunca no ha sido, porque es eterno. Dios no está sujeto al tiempo.

Pero todo esto cambió cuando Jesús vino a la tierra. Por primera vez oyó una frase que no se usaba en el cielo: «Ha llegado la hora». Cuando era un niño, tuvo que abandonar el Templo porque había llegado el momento de hacerlo. Cuando era ya un hombre, tuvo que salir de Nazaret porque era el tiempo en que tenía que salir de allí. Como Salvador, tuvo que morir porque el tiempo de hacerlo había llegado. Durante treinta y tres años, el semental del cielo tuvo que vivir en el corral del tiempo.

Esto es, ciertamente, notable, pero todavía hay más. ¿Quieres ver la joya más brillante del tesoro de la encarnación? Quizás pienses que sea el tener que vivir dentro de un cuerpo. En un momento, él era un espíritu sin limitaciones, y al siguiente, era carne y huesos. ¿Recuerdas estas palabras del rey David? «¿A dónde puedo irme para alejarme de tu Espíritu? ¿A dónde huiré de ti? Si subo al cielo, allí estás tú. Si bajo a la tumba, allí tú estás. Si me levanto con el sol en el este y me pongo en el oeste más allá del mar, incluso allí me guiarás tú» ( Salmos 139.7–10 ).

Nuestra pregunta: «¿Dónde está Dios?» es como si un pez preguntara: «¿Dónde está el agua?» O un pajarillo preguntara: «¿Dónde está el aire?» ¡Dios está en todas partes! Igualmente en Pekín que en Peoria. Tan activo en las vidas de los esquimales como en las de los tejanos. El dominio de Dios es «de mar a mar, y desde el río hasta los confines de la tierra» ( Salmos 72.8 ). No hay un lugar donde no esté Dios.

Pero cuando Dios entró en el tiempo y llegó a ser un ser humano, el que era infinito llegó a ser finito. Quedó preso en la carne. Restringido por músculos y párpados con tendencia al cansancio. Por más de tres décadas, su una vez alcance ilimitado se vio restringido al largo del brazo y su velocidad al paso del pie de un hombre.

Me pregunto: «¿Estuvo alguna vez tentado a recuperar su infinitud? ¿Habrá considerado, en medio de un largo viaje, trasladarse milagrosamente a la siguiente ciudad? ¿Se habrá sentido tentado alguna vez, cuando la lluvia fría entumecía sus huesos, cambiar las condiciones climáticas? ¿Y no habrá querido, cuando el calor secaba sus labios, sumergirse en el Caribe en busca de alivio?

Si alguna vez tuvo estos pensamientos, nunca cedió a ellos. Ni una sola vez. Jamás usó Cristo sus poderes sobrenaturales para beneficio personal. Con una sola palabra habría podido transformar la dura tierra en suave lecho, pero no lo hizo. Con un movimiento de su mano pudo haber devuelto en el aire los escupitajos de sus acusadores y hacer blanco en sus rostros, pero no lo hizo. Con un levantar de sus cejas pudo haber paralizado el brazo del soldado que le incrustaba la corona de espinas. Pero no lo hizo.

Notable. ¿Pero será esto lo más extraordinario de su venida? Muchos quizás digan que no. Otros tantos, quizás en mayor número, es posible que apunten más allá de su condición de infinito, a su condición de impecabilidad. Es fácil comprender por qué.

¿No es este el mensaje de la corona de espinas? Un soldado no identificado tomó ramas: suficientemente maduras como para tener espinas, suficientemente flexibles como para doblarse e hizo con ellas una corona de escarnio, una corona de espinas.

A través de la Escritura las espinas simbolizan, no el pecado, sino la consecuencia del pecado. ¿Recuerdas el Edén? Después que Adán y Eva hubieron pecado, Dios maldijo la tierra: «Así es que pondré una maldición en la tierra… La tierra producirá espinas y maleza para ti, y tú comerás las plantas del campo» ( Génesis 3.17–18). Zarzas en la tierra son el producto del pecado en el corazón.

Esta verdad halla eco en las palabras de Dios a Moisés. Ordenó a los israelitas limpiar la tierra de los pueblos impíos. Habría problemas si desobedecían. «Pero si no echan a estos pueblos fuera de la tierra, les traerán dificultades. Serán como afilados cuchillos en sus ojos y espinas en sus costados» (Números 33.55).

La rebelión produce espinas. «La vida de la gente mala es como camino cubierto con espinas y trampas» (Proverbios 22.5). Incluso Jesús comparó la vida de la gente perversa a espinos. Al hablar de los profetas falsos, dijo: «Conocerán a estas gentes por lo que hacen. Los espinos no pueden producir uvas, y los abrojos no pueden producir higos» ( Mateo 7.16 ).

El fruto del pecado es espinas. Púas, lancetas afiladas que cortan. Pongo especial énfasis en las espinas para decirte algo en lo cual quizás nunca habías pensado: Si el fruto del pecado es espinas, ¿no es la corona de espinas en las sienes de Cristo un cuadro del fruto de nuestro pecado que atravesó su corazón?

¿Cuál es el fruto del pecado? Adéntrate en el espinoso terreno de la humanidad y sentirás unas cuantas punzadas. Vergüenza. Miedo. Deshonra. Desaliento. Ansiedad. ¿No han nuestros corazones quedado atrapados en estas zarzas?

No ocurrió así con el corazón de Jesús. Él nunca ha sido dañado por las espinas del pecado. Él nunca conoció lo que tú y yo enfrentamos diariamente. ¿Ansiedad? ¡Él nunca se turbó! ¿Culpa? Él nunca se sintió culpable. ¿Miedo? Él nunca se alejó de la presencia de Dios. Jesús nunca conoció los frutos del pecado… hasta que se hizo pecado por nosotros.

Y cuando tal cosa ocurrió, todas las emociones del pecado se volcaron sobre él, como sombras en una foresta. Se sintió ansioso, culpable, solo. ¿No lo ves en la emoción de su clamor?: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mateo 27.46). Estas no son las palabras de un santo. Es el llanto de un pecador.

Y esta oración es una de las partes más destacadas de su venida. Pero aun puedo pensar en algo todavía más grande. ¿Quieres saber qué es? ¿Quieres saber qué es lo más maravilloso de su venida?
No es que Aquel que jugaba canicas con las estrellas haya renunciado a eso para jugar con canicas comunes.

No es que él, en un instante, haya pasado de no necesitar nada a necesitar aire, comida, un chorro de agua caliente y sales para sus pies cansados y, más que todo eso, necesitaba a alguien -cualquiera- que estuviera más preocupado sobre dónde iría a pasar la eternidad que dónde gastaría su cheque del viernes.

No que haya mantenido la calma mientras la docena de sus mejores amigos sintieron el calor y se apresuraron a salir de la cocina. Ni que no haya dado la orden a los ángeles, que le rogaban: «Solo danos la orden, Señor. Una sola palabra y estos demonios se transformarán en huevos revueltos».

No que se haya negado a defenderse cuando cargó con cada pecado de cada disoluto desde Adán. Ni que haya guardado silencio mientras un millón de veredictos de culpabilidad resonaban en el tribunal del cielo y el dador de la luz quedaba en medio de la fría noche de los pecadores.
Ni siquiera que después de aquellos tres días en el hueco oscuro haya salido al sol de la Pascua con una sonrisa y un contoneo y una pregunta para el humillado Lucifer: «¿Fue ese tu mejor golpe?»

Eso fue fantástico, increíblemente fantástico. ¿Pero quieres saber que fue lo más maravilloso de Aquel que cambió la corona de los cielos por una corona de espinas? Que lo hizo por ti. Sí, por ti. Dios se agradó que todo él viviera en Cristo. Colosenses 1.19

La Palabra se hizo carne e hizo su morada entre nosotros. Hemos visto su gloria, la gloria del Unigénito, quien vino del Padre, lleno de gracia y verdad. Juan 1.14 Yo y el Padre somos uno.
Juan 10.30.

Ustedes fueron comprados, no con algo que perece como el oro y la plata, sino con la sangre preciosa de Cristo, quien fue como un cordero puro y perfecto. Cristo fue escogido antes de que el mundo fuera hecho, pero fue mostrado al mundo en estos últimos tiempos para su beneficio.
1 Pedro 1.18-20.

Él no solo entendió perfectamente nuestro caso y nuestro problema, sino que lo ha resuelto moral, activamente y para siempre. (Evangelismo, P.T. Forsyth)