ALGO MÁS QUE PALABRAS: “Las puertas del corazón no pueden permanecer cerradas”
Hoy, cuando todo se puede alterar, el encuentro con la realidad es verdaderamente sorprendente, máxime si caminamos atados a poderes corruptos, a intereses mundanos, que desde luego van a impedirnos siempre contar con un espíritu libre, cuando menos para serenarnos y tomar la orientación justa; porque no es cuestión de repeler los diferentes contextos, sino de transformarlos en una sapiencia universalizada. Desde luego, para que brote un horizonte de bien, tiene que tener tras de sí aires liberadores, dispuestos a reencontrarse con la autenticidad del diálogo; pues no hay otro modo de avanzar que adentrarse en el corazón de la vida, aunando esfuerzos y reconociendo lo que nos mantiene vivos e ilusionados. Ya está bien de tantos sometimientos y de menosprecios, de romper raíces y destrozar ilusiones, de aislarnos y de no saber mirar más allá del culto monetario. Ojalá aprendamos a tomar otro cultivo, orientado a lo armónico y a cuidarnos unos de otros. Quizás nos tengamos que mover más en favor de la salud mental y en tomar, en cada despertar, el mejor soplo de luz que proviene de la conciencia. Pensemos que casi 800.000 personas se suicidan cada año (un individuo cada cuarenta segundos), y que multitud de gentes caminan deprimidas, sin apenas consuelo alguno. Las puertas del corazón no pueden permanecer cerradas. Todos hemos de contribuir a tender puentes, al menos para que podamos sentirnos acompañados.
La realidad, ciertamente, nos traslada multitud de seres humanos abandonados. Está visto que cuando falla el auténtico amor, todo se echa abajo, empezando por la familia y acabando por la sociedad, que no entiende de clemencia y muchos menos de nobleza. Verdaderamente, dan desconfianza estas circunstancias actuales, pues todo se agita en lugar de imprimir reposo. Las consecuencias económicas de la pandemia ya se dejan sentir por doquier, puesto que las empresas despiden al personal en un intento de salvar el negocio, o se ven obligadas a cerrar por completo. Por consiguiente, y según la experiencia adquirida en emergencias pasadas, se espera que las necesidades de apoyo psicosocial y en materia de bienestar aumenten considerablemente. Urge, por tanto, invertir en los programas de bienestar físico, cerebral y social, constantemente infra-financiados. No podemos acostumbrarnos a ignorar estas tremendas situaciones; pues, más pronto que tarde, también nos acabarán golpeando directamente. Estos son síntomas de una sociedad fría, sin robustez en el alma, contagiada por la insensibilidad, que busca rehacerse de espaldas al escenario del sufrimiento. Mejor no caer en esta desventura. Veámonos siempre como donantes de vida, encontrándonos vivos y descubriéndonos bajo el ropaje del generoso, siempre con una palabra de aliento.
Indudablemente; aceptar nuestra debilidad, en lugar de tratar de esconderla, es el mejor modo de adaptación, para poder renacer cada día. Dejémonos de ocultar nuestras miserias y alimentémonos del coraje de enmendarnos, de perdernos el miedo al avance y de compartir esa dimensión universal de donarnos, modelo admirable de toda vida en común, que requiere además desprendimiento y condescendencia. Bajo esta vulnerabilidad inherente a toda existencia humana, cuesta entender que aún la mitad de la población mundial no tenga todavía una cobertura completa de los servicios de sanidad esenciales. No podemos continuar con esta atmósfera excluyente. Debiéramos garantizar que toda la ciudadanía, en todos los lugares, tenga acceso a futuras vacunas, pruebas y tratamientos contra el COVID-19. De igual modo, el camino a los servicios que se relacionan con el raciocinio, las emociones y el comportamiento frente a diferentes situaciones de la vida cotidiana, o los programas de salud sexual y reproductiva, tampoco tienen que verse comprometidos. Desde luego, si hay algo que ha revelado esta pandemia, son nuestras múltiples fragilidades que poseemos, con sistemas de salud inadecuados, enormes brechas en la protección social y grandes desigualdades. El mundo de los más pobres y desfavorecidos apenas se le considera en ningún sitio. Además, por si fuera poco el desastre real, la incapacidad de los gobiernos del mundo de trabajar unidos es manifiesta y la inseguridad del ser humano es tan real como la vida misma.
Los mortales, quizás tengamos que replantearnos el modo y la manera de vivir, más responsable y más abiertos a ese mundo, al que todos estamos llamados a reconstruir. Que no se rompa ningún sueño que promueva el bien moral, ni tampoco se marchite el valor de la solidaridad. Tenemos el derecho y el deber de hallarnos despejados de absurdos frentes y despojados de fronteras. Porque cada ser, ha de ser el verbo que se conjuga armónicamente entre culturas diversas, fuera de toda imposición doctrinaria. Lo importante es plantear una sana integración entre todos los moradores y entenderse; pues, hay que hacer de la vida, un espacio de concurrencia; una realidad distinta y no distante, retoñada con la verdad. Esto implica reconocernos como pieza imprescindible de ese poema interminable que hemos de reconquistar en familia; viéndonos más que en nosotros, en el análogo, como parte de nuestra propia identidad, comenzando por sembrar lenguajes que nos armonicen. Lo que no es de recibo es continuar ignorando situaciones verdaderamente crueles. Hay que frenar el círculo vicioso, esas fuerzas demoledoras han de cesar. La superación estará en que la comprensión y el compromiso de todos aminoren tensiones, transfiguren comportamientos, y se reduzca al mínimo la violencia, pues ya sabemos que el terror procrea crispación y la muerte genera más muerte. No olvidemos que la vida es para vivirla como personas de bien, perseverando en el espíritu conciliador de las entretelas y resistiendo en la esperanza de que el verso nos cicatrice las heridas. Sin duda; el descubrimiento, con el propio latir poético, requiere poetas de empuje y voluntad. ¡Cuántos más mejor! Son los artesanos de la concordia, puesto que la autenticidad es lo que embellece nuestras huellas.